Es una mujer sencilla, de voz humilde, nacida en la Casa Santa Ana, que estaba ubicada en la que hoy es conocida como la calle Medina y Galnares y que antaño era la carretera de Alcalá. Afirma rotunda haber nacido el 2 de febrero de 1918, sin que la edad haya hecho estragos en una memoria que hoy mantiene con lucidez. Hija de un barbero del barrio que en su día tuvo tres barberías en su haber (una ubicada en la calle de las Mercedes –actual calle Valencia-, otra enfrente del cine y otra en la misma casa Santa Ana), sus recuerdos dibujan la imagen de un San Jerónimo bien distinto al que hoy conocemos: el actual patronato era un “sembrao” en el que estaba localizada, afirma, la Gañanía de Tercia. Nostálgica, evoca momentos y personas de aquellos años: algunos nombres de los hombres que acudían a la barbería de su padre, el momento en el que salieron ardiendo “unos arriares de paja y fuimos todos los chiquillos a verlo”. Eran años en los “los bomberos no acudían a apagar los fuegos como ahora” y en los que una inmensa hoguera podía estar ardiendo durante meses. “Yo no sé quién le prendería fuego, lo único que sé es que ardieron durante más de un año”, asegura Carmen.
Añora un San Jerónimo ligado a la vida del campo, de terrenos de trigo, cebada y naranjales hasta lo que alcanzaba la vista que se extendía por la zona que hoy es el patronato. Precisamente las imágenes de su infancia guardan relación con esta vida casi campesina: “mi primo tenía el negocio de las naranjas agrias y todos los chiquillos del barrio las pelábamos y poníamos a secar. Luego él se las llevaba... no sé adonde lo que recuerdo es eso: estar allí los niños pelándolas”. Llama la atención el sentido de colectividad que saca a relucir con expresiones como “los chiquillos del barrio”, en la que concibe a esos niños, de los que ella formaba parte, como un todo, partícipes, cada uno de ellos por igual, del acontecer de San Jerónimo. La estampa del lugar donde vivía es también la de una Sevilla pintoresca y humilde, de patios de vecinos, lavaderos en las calles, pequeñas fábricas como la “fábrica de colores” (llamada así porque tintaba las ropas de sus trabajadores) en la que los obreros trabajaban ajenos a cualquier tipo de protección ante las sustancias.
Recuerda y se ríe hablando de la Exposición del 29 que, dice, visitó con sus hermanos mayores en tres ocasiones. A falta de recordar los llamativos edificios o las novedades tecnológicas, Carmen se queda con los productos que allí consumió: “si íbamos al pabellón de Brasil, tomábamos café, si íbamos al de la vaquita, la leche; si íbamos al Caldo Magi, nos daban Caldo. La cosa no daba para más”.
La juventud vivía de forma muy distinta a nuestros días durante aquellos años. Sin que existiesen grandes centros para el ocio juvenil como los de ahora, Carmen recuerda como divertimento los “paseos desde el transformador de la luz hasta la puerta del sótano. Y una gorda de pipas”. Pero no era ésta una época exenta de tiempo para el amor. Siete años de noviazgo pasó con Eusebio, el que luego sería su marido, y que era hijo de una familia emigrada de Soria a causa del traslado del padre a la fábrica de acero. La familia de Eusebio, que vivía en la Macarena, no tardó en mudarse a unas casas que estaban construyéndose en el barrio. Gracias a esta mudanza y a los paseos de los que Carmen habla, surgió este noviazgo que se vio demorado por la guerra (Eusebio cumplió un prolongado servicio militar) y que culminó con su boda el 29 de diciembre de 1939, una de las primeras celebradas tras la Guerra Civil. “Eusebio era muy trabajador”, asegura Carmen. “Los carniceros se daban tortas por tenerlo trabajando con ellos”. Pero finalmente, y con mucho esfuerzo, Eusebio y Carmen lograron adquirir una Carnicería que se traspasaba, llevando así su propio negocio, con todas las dificultades que esto entrañaba en unos años tan complicados. Un departamento de dos habitaciones contiguo a la carnicería fue la vivienda de la pareja durante aquella época, de la que guarda infinitud de recuerdos: “como no mandaban carne del matadero en los años de escasez, mi marido mataba a los cochinos para poder vender algo. En una ocasión vino la fiscalía cuando acabábamos de matar uno. Mientras mi marido hablaba con ellos, yo escondí la mitad del cuerpo del animal en la cama. Cuando entraron los fiscales (que eran peores animales que el que escondí en la cama) y me metí en la cama con el cuerpo del animal y, para que no pasasen, dije desde allí que estaba enferma”. Pese a lo difícil de la coyuntura a la que Carmen alude constantemente, también había alternativas para el divertimento: su marido solía organizar fiestas con algunas de las personas más conocidas del barrio. “Eran los cuatro gordos y el flaco”, comenta entre risas, “y arrastraban a todo el que se encontraban para llevárselo con ellos de fiesta”. Se refiere Carmen a nombres como los de Olivera, Domínguez, el nene, Vito.
Con esa memoria firme de la que puede presumir, recuerda también las velás de cuando apenas contaba con siete años. El Puente Viejo, construido en el año 29, era antes una gran explanada, según recuerda, en la que venía una murga contratada por la bodega a cantar varias veces al año. Como muchos de su generación, tiene también recuerdos de famoso Sótano H y otros bares como la Casa Sosa, local al que también acudían agrupaciones y tenían lugar frecuentes guateques.
Con el tiempo, “casita a casita”, el paisaje del barrio empezó a cambiar y a crecer. Sin llegar a ser todavía calles, lugares como la actual calle Navarra comenzaron a casas dispersas. Las apenas dos calles que conformaban el barrio en principio comenzaron a verse rodeados de un cada vez mayor número de casas ubicadas en torno a calles como Medina y Gaznares o Valencia. Como otros, conserva también imágenes del patio chito y el llamado corral de las leonas “en el que siempre oí decir que vivían tres o cuatro que eran unas leonas por las peleas que tenían”.
Entrañable es la imagen del barrio al que esta mujer nos transporta con la memoria; la imagen de un San Jerónimo cuya forma de acceso a Sevilla era a través del tranvía o La Jardinera, que llevaban a los vecinos de un joven San Jerónimo desde el cementerio hasta cerca del actual Hotel Macarena. Su memoria le permite recordar el precio y el tipo de billetes necesarios para “viajar” a Sevilla, pero también recuerda, orgullosa, volver cargada de ropa y andando desde La Macarena hasta San Jerónimo.
Por el barrio también pasaron alemanes e italianos en la época en la que se estaba gestando la Segunda Guerra Mundial de los que, recuerda “eran técnicos y se comportaban muy bien”.
Carmen Montero
Añora un San Jerónimo ligado a la vida del campo, de terrenos de trigo, cebada y naranjales hasta lo que alcanzaba la vista que se extendía por la zona que hoy es el patronato. Precisamente las imágenes de su infancia guardan relación con esta vida casi campesina: “mi primo tenía el negocio de las naranjas agrias y todos los chiquillos del barrio las pelábamos y poníamos a secar. Luego él se las llevaba... no sé adonde lo que recuerdo es eso: estar allí los niños pelándolas”. Llama la atención el sentido de colectividad que saca a relucir con expresiones como “los chiquillos del barrio”, en la que concibe a esos niños, de los que ella formaba parte, como un todo, partícipes, cada uno de ellos por igual, del acontecer de San Jerónimo. La estampa del lugar donde vivía es también la de una Sevilla pintoresca y humilde, de patios de vecinos, lavaderos en las calles, pequeñas fábricas como la “fábrica de colores” (llamada así porque tintaba las ropas de sus trabajadores) en la que los obreros trabajaban ajenos a cualquier tipo de protección ante las sustancias.
Recuerda y se ríe hablando de la Exposición del 29 que, dice, visitó con sus hermanos mayores en tres ocasiones. A falta de recordar los llamativos edificios o las novedades tecnológicas, Carmen se queda con los productos que allí consumió: “si íbamos al pabellón de Brasil, tomábamos café, si íbamos al de la vaquita, la leche; si íbamos al Caldo Magi, nos daban Caldo. La cosa no daba para más”.
La juventud vivía de forma muy distinta a nuestros días durante aquellos años. Sin que existiesen grandes centros para el ocio juvenil como los de ahora, Carmen recuerda como divertimento los “paseos desde el transformador de la luz hasta la puerta del sótano. Y una gorda de pipas”. Pero no era ésta una época exenta de tiempo para el amor. Siete años de noviazgo pasó con Eusebio, el que luego sería su marido, y que era hijo de una familia emigrada de Soria a causa del traslado del padre a la fábrica de acero. La familia de Eusebio, que vivía en la Macarena, no tardó en mudarse a unas casas que estaban construyéndose en el barrio. Gracias a esta mudanza y a los paseos de los que Carmen habla, surgió este noviazgo que se vio demorado por la guerra (Eusebio cumplió un prolongado servicio militar) y que culminó con su boda el 29 de diciembre de 1939, una de las primeras celebradas tras la Guerra Civil. “Eusebio era muy trabajador”, asegura Carmen. “Los carniceros se daban tortas por tenerlo trabajando con ellos”. Pero finalmente, y con mucho esfuerzo, Eusebio y Carmen lograron adquirir una Carnicería que se traspasaba, llevando así su propio negocio, con todas las dificultades que esto entrañaba en unos años tan complicados. Un departamento de dos habitaciones contiguo a la carnicería fue la vivienda de la pareja durante aquella época, de la que guarda infinitud de recuerdos: “como no mandaban carne del matadero en los años de escasez, mi marido mataba a los cochinos para poder vender algo. En una ocasión vino la fiscalía cuando acabábamos de matar uno. Mientras mi marido hablaba con ellos, yo escondí la mitad del cuerpo del animal en la cama. Cuando entraron los fiscales (que eran peores animales que el que escondí en la cama) y me metí en la cama con el cuerpo del animal y, para que no pasasen, dije desde allí que estaba enferma”. Pese a lo difícil de la coyuntura a la que Carmen alude constantemente, también había alternativas para el divertimento: su marido solía organizar fiestas con algunas de las personas más conocidas del barrio. “Eran los cuatro gordos y el flaco”, comenta entre risas, “y arrastraban a todo el que se encontraban para llevárselo con ellos de fiesta”. Se refiere Carmen a nombres como los de Olivera, Domínguez, el nene, Vito.
Con esa memoria firme de la que puede presumir, recuerda también las velás de cuando apenas contaba con siete años. El Puente Viejo, construido en el año 29, era antes una gran explanada, según recuerda, en la que venía una murga contratada por la bodega a cantar varias veces al año. Como muchos de su generación, tiene también recuerdos de famoso Sótano H y otros bares como la Casa Sosa, local al que también acudían agrupaciones y tenían lugar frecuentes guateques.
Con el tiempo, “casita a casita”, el paisaje del barrio empezó a cambiar y a crecer. Sin llegar a ser todavía calles, lugares como la actual calle Navarra comenzaron a casas dispersas. Las apenas dos calles que conformaban el barrio en principio comenzaron a verse rodeados de un cada vez mayor número de casas ubicadas en torno a calles como Medina y Gaznares o Valencia. Como otros, conserva también imágenes del patio chito y el llamado corral de las leonas “en el que siempre oí decir que vivían tres o cuatro que eran unas leonas por las peleas que tenían”.
Entrañable es la imagen del barrio al que esta mujer nos transporta con la memoria; la imagen de un San Jerónimo cuya forma de acceso a Sevilla era a través del tranvía o La Jardinera, que llevaban a los vecinos de un joven San Jerónimo desde el cementerio hasta cerca del actual Hotel Macarena. Su memoria le permite recordar el precio y el tipo de billetes necesarios para “viajar” a Sevilla, pero también recuerda, orgullosa, volver cargada de ropa y andando desde La Macarena hasta San Jerónimo.
Por el barrio también pasaron alemanes e italianos en la época en la que se estaba gestando la Segunda Guerra Mundial de los que, recuerda “eran técnicos y se comportaban muy bien”.
Carmen Montero
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