lunes, 6 de julio de 2009

El devenir de un barrio desde la puerta de la barbería


Este aficionado al flamenco y a los toros, nació en 1928 en el Callejón del Horno para mudarse poco después a la llamada “fábrica de velas”, lugar en el que trabajaba su padre y en el que la empresa facilitó una vivienda a la familia. Inmortaliza Antonio con sus palabras la disposición de las numerosas fábricas antiguamente localizadas en aquella zona: “cerca estaba la fábrica de losetas, a continuación la fábrica de Sanitas y, luego, la CAMPSA, antigua fábrica de petróleo que, durante la Guerra Civil, fue ocupada por un destacamento” y se acuerda de cómo aquello se llenó de armamento y municiones, lo cual comportaba todo un divertimento para chiquillos de diez años que frecuentaban el lugar curioseando, recogiendo balas, quitándoles la pólvora para hacer regueros.

Pero también guarda un desafortunado recuerdo de aquellos viajes a la fábrica: uno de los carros de los soldados a los que los chavales del barrio subían para acercarse a aquel improvisado lugar de juegos le pilló la pierna entre la rueda y el freno dejándosela “destrozada”. Por desgracia, este accidente le sucedió en un tiempo en el que, como él señala, “los médicos estaban ocupados atendiendo a soldados y me echaron poca cuenta”. Hoy Antonio se lamenta porque, en la actualidad, el accidente no le habría costado esa cojera de por vida, pero en aquel momento sólo pudieron ponerle un yeso encima de la herida.

Frente a la fábrica de losetas, en un chozo de chapa, conoció, con apenas diecinueve años, a su mujer, que residía allí con su familia. No pudiéndose colocar en Hytasa a causa de su pierna, trabajó de chaval en el campo y con Manolo “el barbero”, a los 16 años. Poco después, estuvo en otra barbería en la Puerta Real y, más tarde, ubicada en San Bernardo. Habla de lo fácil que era encontrar trabajo por aquel entonces (si lo comparamos con la actualidad) pero explica que esta facilidad se debía a las condiciones en las que se contrataban a los chavales “sin ningún tipo de seguro o contrato y cobrando el 50 por ciento del salario”. Transcurrido algún tiempo, Antonio se instaló en la taberna barbería conocida popularmente como el mataburro “porque acabó con el éxito de la taberna del Burro de oro”, ejerciendo de barbero desde 1947. Eran tiempos de “pelar a peseta” y de tener interminables libretas de débitos que, en muchas ocasiones, nunca llegaban a pagarse.

Desde su barbería podía contemplar todo un desfile de personajes típicos del barrio, entre los que recuerda a “Rosario la del carrillo” que vendía berzas, a uno de Almería que residía calle más abajo y que tenía unas parras, “ese al que llamaban Antonio el cubillero...”. La vista desde su barbería era la de un montón de pequeñas chozas, todas con sus respectivas parcelitas y, algo más lejos, fábricas y cortijos que se perdían en el paisaje. Por la cercanía a la estación, la calle contaba con un importante movimiento lo que se traducía en un notable nivel de trabajo.

Con mucho esfuerzo, la ayuda de algún amigo, y tras nueve años de noviazgo, se construyó su propia casa “de techo de caña y con dos habitaciones”, en la que nacieron sus tres hijos. Más tarde, consiguió que le dieran una vivienda en la calle Mejillón (entonces llamada Delfín) para cuya obtención tuvo que esperar “interminables colas”.

El ocio, claro está, también tenía su sitio entre estas personas trabajadoras y humildes: el tiempo libre, evoca Antonio, lo ocupaban en fiestas como la del día de la humedad, en trucos con cartas o en partidos de fútbol repletos de bromas y amistad entre los equipos llamados el Matalascañas y el Matalasbarba, que no eran más que una forma de convertir el fútbol en un momento para el humor. Una camilla improvisada acudía, si uno de los jugadores caía al suelo, con una camilla y una botella de vino, de la que daban de beber al supuesto lesionado.

Antonio Pereira Rodríguez

No hay comentarios: