viernes, 4 de septiembre de 2009

El Humilladero de San Onofre: flores para mantenerlo con vida

“Cruz sobre pedestal que hay junto a un camino o a la entrada de una población”. Recordabas la definición que ofrecía el Diccionario de Fatás y Borrás. Tus conocimientos se habían ampliado y ahora sabías mucho más. Sabías que un humilladero, además de dicha definición, ayudaba a regular el tráfico en el cruce de caminos en el cual se colocaba. Recordaba a los viandantes la obligación cristiana de arrodillarse ante la señal de la cruz, así como persignarse y rezar. Incluso recordabas que, en algunas ocasiones, los humilladeros servían para instaurar los límites de la ciudad. Ocurría en el de la Cruz del Campo, y ocurría en ese. Pero lo que más recordabas eran aquellas historias de tu infancia. Aquella mano nudosa que te aferraba con fuerza y aquella voz que te decía que, sin saber quién ni cómo, siempre había flores frescas que mantienen con vida el lugar. El tiempo ha pasado. El mundo se mueve y no espera a nadie. Y a veces parece que no espera a nada. Como las escamas de un pescado, las hojas del calendario se fueron cayendo, desvaneciéndose al paso de los días, las semanas, los meses y los años. Y empezaste a hacer el camino sólo.

El puente ya no era el mismo. Los arañazos del tiempo aparecían como marcas de óxido en sus barandillas. Se había convertido en una vía secundaria, apartada del tráfico intenso y relegada al paso de camiones de mercancías o coches de bodas y convites puntuales. La acera comenzaba cuando el puente se hacía dueño del terreno suspenso. Y entonces apareció a tu vista. Aquella construcción que había resistido al tiempo, que había desafiado el paso de los siglos y que ahora se retorcía en una agonía incesante a la espera de su final, que tú esperas no llegue. Desde arriba la primera imagen. Siempre desde arriba.

Te agarraste a la barandilla y dudaste si bajar o permanecer aferrado al presente antes de sumergirte en los recuerdos del pasado. Descendiste pausadamente por las mismas escaleras por las que otros pasos te guiaron años atrás. Te acercabas poco a poco y podías sentir que el abandono era mayor del esperado. Todo seguía igual pero dentro de un desconsuelo doloroso e insoportable. En tu interior sabías que quizás, ésta fuera la última vez que lo contemplaras, pues siglos de Historia se quebraban ante la desidia y dejadez del ser humano, pero te aferrabas a la esperanza de que no fuera así.

Ahora sabías más que cuando eras pequeño. Cuando lo mirabas, sabías de qué se trataba y qué secretos guardaba en su interior. Al verlo con estudiada mirada, te convertías en el Historiador del Arte que había en tu interior, y reconocías su estilo, elementos y detalles artísticos. Un templete Gótico-Mudéjar, de cuatro aguas que acaban en cuatro arcos apuntados, herencia del estilo Gótico, pero flamígero, casi rozando el siguiente cambio de gusto.

Las puntas de diamante que acompañaban a los arcos dotaban el conjunto de un exquisito valor artístico, pues se relacionaban con el Mudéjar de forma directa. Gótico flamígero, como tu Catedral Hispalense, y Mudéjar, como tantas iglesias y parroquias de tu ciudad. Y todo realizado con piedra del Puerto de Santa María, como la Montaña Hueca de Mateo Alemán. El interior del templete te lo sabías de memoria. Desde la primera vez que tus ojos se llenaron de sus detalles y características. Una cúpula apuntada con dos nervios que se cruzan en el centro, rematado dicho encuentro en una bellísima clave. Y en los rincones interiores de sus cuatro pequeñas paredes en ele a modo de soporte, lucen cuatro magníficas semicolumnas con capiteles de mocárabes.

Un precioso detalle que aportaba al conjunto un valor incuestionable y lo catalogaba de joya artística. Ahora bajabas por aquellas escaleras de metal oxidado, y te dabas cuenta que un puñado de años habían servido para azotarlo y maltratarlo. Un nudo comenzó a apretarte en la garganta, pero quedó completamente disuelto al descubrir un movimiento extraño en las sombras del interior del templete. Agudizaste la mirada y escudriñaste lo que tu visión alzada te permitía ver. Nada. Silencio y calor.
Por fin llegaste al suelo y te colocaste frente al templete. El Humilladero de San Onofre. Nunca habías escuchado este conjunto de palabras hasta que investigaste sobre él. Realizado hacia 1431, o tal vez algo más tarde, su construcción está íntimamente ligada al Monasterio de San Jerónimo de Buenavista, y la función que tenía éste de residencia real desde época de los Reyes Católicos, ya que todos los reyes llegaban desde Córdoba por el camino de la Rinconada y pasaban por dicho templete.

Fama regia, habías pensado en más de una ocasión. Límite norte de Sevilla y de la leprosería de San Lázaro. En tu barrio siempre había sido el Santo Negro. Avanzaste en su interior y contemplaste la espalda de aquella escultura con tus ojos estudiosos. Un Sagrado Corazón de baja calidad pero alta devoción. San Onofre, el protector de los caminos, vestido con sus propios cabellos y barba, desapareció con el paso aplastante del tiempo. Cuando eras pequeño, tu abuelo te llevaba al Santo Negro, pero nunca era San Onofre.

Y fue entonces, al recordar a tu abuelo, cuando los cuentos de tu infancia, aquellas leyendas cuyos personajes vivían atrapados en el pasado, se entremezclaban con la historia. Rodeaste aquella majestuosa y alta figura que miraba al fiel que se arrodillase frente a su pedestal. Abajo, unas pequeñas flores de plástico flanqueaban otras naturales, ya marchitas, en un jarrón de porcelana blanco, mientras varias velas rojas se apilaban unas contra otras. Tu abuelo te había contado que allí fue donde el caballo de San Fernando paró a beber. Te había contado que una anciana vestida de luto lo vio y comenzó a traer flores. El cortijo de Tercia, donde se encontraba parte del ejército del asedio a la Isbiliya musulmana no quedaba lejos, tal vez fuera cierta aquella historia.

O también podría tratarse del destacamento adelantado del Campamento Real, que estaba cerca de la Rinconada. De una forma u otra, tú te inclinabas más porque fuera una leyenda. Leyenda e Historia. Siempre mezcladas en la vida de tu Sevilla. Sopesaste la posibilidad que habías leído sobre un Via+Crucis hacia el lugar dónde te encontrabas, desde San Lázaro. Un Via+Crucis similar al que se dirigía al Humilladero de la Cruz del Campo. No era descabellado, pues la distancia existente entre el ahora Hospital y el Templete del Santo Negro, es la misma o muy parecida a la concurrida entre la Casa de Pilatos y la Cruz del Campo, luego era digno de tener en cuenta. Encerraba mucha Historia tu humilladero para yacer olvidado bajo un puente. Pensaste qué tuvo que sentir el 30 de octubre de 1914 don Miguel Sánchez-Dalp y Calonge, al redescubrir aquella maravillosa arquitectura que, una vez más, te cobijaba del sol.

El Tagarete, que todos llamaban Tamarguillo, te acompañaba con su fresco y rápido susurro. Te diste media vuelta y saliste fuera del templete, bajando la pendiente hasta el borde del arroyo. Subiste de nuevo y te apoyaste en uno de los pilares del humilladero. Observaste el curso del Tagarete acuchillando el terreno hundido algo más allá de uno de los soportes del puente. Hiciste un arco con la mirada y viste la palmera que se pegaba contra el muro. Dátiles y agua. Sonreíste. Los símbolos de San Onofre. ¿Una burla al pasado o una curiosa coincidencia?. Diste dos pasos en el interior del templete. Las marcas de incendios formaban regueros oscuros en el suelo y los rincones. Más allá señales de otros ritos inciertos. Te acercaste al pequeño lienzo de muro en ele delante y a la derecha del Sagrado Corazón. En la pared, marcas de chinchetas y clavos, oxidaban en pequeños círculos la piedra, y dejaban entrever imágenes de santos y vírgenes.

Despintadas y carcomidas por los bordes. Imágenes religiosas que te miraban detrás de aquel halo celeste y transparente del despinte del sol. Volviste a colocarte delante de la gran escultura negra. El Santo Negro. Hacía calor. El aire era denso y espeso. Nada se escuchaba. Ningún pájaro. Ni siquiera los coches cabalgando sobre el puente. Un silencio hermético y tremendamente inquietante. Entonces bajaste la mirada. No lo podías creer. Allí estaban. Un escalofrío te subió por la espalda para acariciarte profusamente la coronilla. Frío en el cuello. Tus pequeños cabellos de la nuca se erizaron rápidamente.

Un ramillete de flores frescas descansaba en el viejo jarrón de porcelana blanco. A ambos lados, las pequeñas flores de plástico y las velas rojas en su desperdigado orden. Levantaste la vista rápidamente. Miraste a un lado y otro. Tragaste saliva y sentiste un frío inhóspito alrededor de aquel sofocante calor. Silencio. Estabas paralizado bajo la penetrante mirada del Sagrado Corazón. No sabías si tenías miedo o curiosidad. Por fin decidiste moverte y explorar los alrededores rápidamente. Nadie. Estabas sólo. El calor te hizo calmar y el silencio se dilató hasta romper en un continuo murmullo. Como si hubiera vuelto, el arroyo volvió a correr rápidamente por su canal. Los pajarillos cantaban alrededor y las ruedas volvían a cruzar el asfalto del puente. A la espalda de la escultura y fuera del templete, observaste de nuevo aquella maravillosa construcción.

Sumergido en la belleza de aquellas puntas de diamante, los magníficos capiteles de mocárabes y las nervaduras del interior, comenzaste a subir la oxidada escalera. Tus ojos volvieron a ver de forma diferente y el análisis acudió a tu mirada. Una profunda grieta partía el arco trasero en dos. Preocupación en tu rostro. Seguiste subiendo y tu cabeza se llenó de nostalgia, melancolía, rabia e impotencia. Un tesoro histórico-artístico, abandonado a la ignorancia y despreocupación de los de siempre.

Antes de llegar a la cima de la escalera, te volviste. Un impulso incontrolable te hizo girar. Te hizo mirar. Y entonces fue cuando me viste. Vestida de luto negro, con mis manos huesudas y atrapada en la Historia y la leyenda. Rezando ante el Sagrado Corazón ahora y ante San Onofre antes. Levanté la cabeza y nuestras miradas se cruzaron en una eternidad de siglos pasados. Parpadeaste y me perdiste. Llegaste arriba y deshiciste el camino. El mismo camino que hacías con tu abuelo. Pensaste que había sido tu imaginación, pero luego recordaste algo. Recordaste aquella voz que te decía que, sin saber quién ni cómo, siempre había flores frescas que mantienen con vida el lugar.Con el tiempo vinieron dos más. No traían flores. Ambos tenían ojos inquietos y miradas que rebuscaban entre los entresijos del humilladero. Buscaban soluciones. Buscaban esperanza. Buscaban la protesta. No traían flores, pero uno de ellos traía una cántara de agua y otro un caballo con porte de General, y sé que, de alguna forma u otra, ambos elementos ayudarían a traer flores frescas. ¿Que quiénes eran?... ¡Dios sabrá! Sólo sé que harían algo por el lugar. Que esta historia que cuento tendrá continuación. Que estas palabras mías siguen allí... en un lugar dónde se escucharán mis rezos. ¿Dónde?, en las sevillanadas del General.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

La situación del Humilladero de San Onofre, en la barriada sevillana de San Jerónimo,
acosado por las vías del tren, el canal del Tamarguillo y por la carretera a la Rinconada, y
con grietas en sus arcos que ponen en grave peligro de derrumbe al conjunto, es, para esta
Asociación, un ejemplo de la preocupante situación en que se encuentran otros elementos
del Patrimonio, menos conocidos, y, por ello, más vulnerables al abandono y a su
destrucción.

Anónimo dijo...

El Humilladero tiene importancia por el lugar donde está, por que lleva allí 500 años, por
que en ese lugar estuvo el Rey San Fernando, por que fueron los sevillanos del medievo los
que lo construyeron colocando cada piedra con la única ayuda de su esfuerzo, porqué
cuenta la leyenda que bajo él existe una cripta con enterramientos de los monjes, porque
nos da referencia en la Sevilla actual de como era esa zona hace cientos de años, por que
marca un lugar.... Si lo trasladas, lo conviertes en un montón de piedras.

Anónimo dijo...

Aprovecho para ampliaros la información sobre el humilladero. Me he puesto en contacto
con un vecino de San Jerónimo que presentó la propuesta de traslado en la Asamblea de
los Presupuestos Participativos de 2001. Me comenta que el humilladero es propiedad de
la familia Benjumea (dueños de Abengoa).

Anónimo dijo...

Me opongo al traslado, forma parte de la historia y, al igual que el de la Cruz del Campo,
tiene su emplazamiento ahí, vinculado a lo que fue y a lo que debería seguir siendo, siempre
nos pasa igual, decimos "bueno, que lo restauren o... que lo trasladen por lo menos" así
siempre le quitamos fuerza al llamamiento de restauración, dando siempre la posibilidad a
una opción más débil, creo que la opción de traslado debería surgir cuando fuese imposible
su restauración (y sé que viendo lo descuidado que está parece lo más propio) es de
vergüenza que se llegue a tal estado, por cierto, ¿sería viable un traslado en las condiciones
en que está? ¿o sería necesario, al menos, una semi-restauración previa?

Anónimo dijo...

Por cierto, no sé si es una buena o una mala noticia, pero ese es exactamente el sitio en el
que está previsto el futuro apeadero de San Jerónimo de la C-2 de RENFE.

Anónimo dijo...

En el PGOU actual, en Catálogo Periférico, el Humilladero de San Onofre es el CP.01.
Tiene categoría de protección A, fue declarado Bien de Interés Cultural (junto con el
Monasterio de San Jerónimo de Buenavista) en la categoría de monumento y, la obras
permitidas son 'conservación, acondicionamiento, restauración y consolidación. Así que
parece que de momento no lo pueden trasladar.